Rubén regresaría tiempo después, pero mientras tanto su ausencia significaba la adversidad del momento, ya que el personaje que él representaba (Lucas Tañeda) era insustituible por múltiples la razones; la principal de éstas era el hecho de que el público se acostumbra a una imagen y le resulta muy difícil aceptar otra en sustitución de aquella. La solución, por lo tanto, no radicaba en sustituir al actor, sino en sustituir el sketch. Es decir: quitar a Los Chifladitos del programa y poner en su lugar algo diferente. ¿Pero cuál sería ese algo diferente? Porque me pasé dos o tres días (con sus respectivas noches) intentando encontrar la respuesta, pero ésta no llegaba. Entonces, agobiado por la premura del tiempo, decidí salir del paso por una semana, escribiendo un sketch de los que yo llamaba “sueltos”, en razón de que no tenían continuidad temática temporal. Para esto utilicé material que me había sobrado de otro sketch suelto que había hecho algunas semanas antes, el cual se había referido a un niño pobre que andaba por un parque público y tenía un breve altercado con un vendedor de globos. El niño había sido representado por mí y el vendedor de globos por Ramón Valdés. El resultado no sólo fue aceptable sino que, además, me volvió a sobrar material. Y mientras seguía cavilando, repetí la receta: usé el material sobrante para escribir algo de ambiente similar. Esta vez el resultado fue algo más que aceptable, y no se hicieron esperar los comentarios a favor. Hasta que un par de semanas después bauticé al personaje con el nombre que habría de ser conocido en muchas partes del mundo, rivalizando en popularidad con el Chapulín Colorado (y, en más de un aspecto, inclusive superándolo): el Chavo.
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Jamás pretendí que el público pensara que yo era un niño. Lo único que buscaba era que aceptara que yo era un adulto que estaba interpretando el papel de un niño. El reto no era sencillo, ya que las características del personaje diferían sustancialmente de las que habían distinguido a quienes habían hecho algo semejante. Porque todos (o al menos casi todos) han sido variantes diversas del clásico Pepito, cuya gracia radica precisamente en que es un niño, pero que actúa con la picardía propia del adulto, mientras que el Chavo era el mejor ejemplo de la inocencia y la ingenuidad: la inocencia y la ingenuidad propias de un niño. Y lo más probable es que esa característica haya sido la que generó el gran cariño que el público llegó a sentir por el Chavo; cariño que no sólo se reflejaba en los aplausos, las sonrisas y los comentarios de la gente, pues a todo eso hay que añadir a los cientos de personas (niños y adultos) que se acercaban para dejar en el escenario “una torta de jamón”, un par de zapatos, juguetes, etcétera; al tiempo que repetían cotidianamente las expresiones usadas en los programas, como: Fue sin querer queriendo, Se me chispotió, Bueno, pero no te enojes, ¡Eso eso eso!, ¡Cállate, cállate, que me desesperas!, ¡Chusma, chusma!, ¡Tenía que ser el Chavo del Ocho!, etcétera.
A decir verdad, ese cariño del público fue también un obsequio para todos los actores que tuve a mi lado, los que llegaron a conformar el grupo de comedia más famoso en todo el mundo de habla hispana. Sin embargo, para alcanzar esa fama se tuvieron que aglutinar varias circunstancias, entre las cuales hay que destacar la selección de los actores que habrían de acompañarme. Había tres que ya formaban parte de mi equipo desde Sábados de la Fortuna: Rubén Aguirre, Ramón Valdés y María Antonieta de las Nieves.
Ya mencioné a Rubén y las circunstancias en que lo conocí, pero debo añadir que aparte de sus facultades como actor tenía características físicas que lo hacían inmejorable como compañero de trabajo, tales como su voz gruesa y segura (había sido locutor y cronista taurino) y su elevada estatura (1.92 metros), que lo convertían en contraparte ideal del Chapulín Colorado, razón por la cual fue el más reconocido de los “villanos” a los que se enfrentaba el héroe. Es, además, ventrílocuo y estupendo animador.
También narré ya el episodio de la partida de Rubén para trabajar en “la competencia” (Canal 2) y que en aquella ocasión le prometí que si alguna vez quisiera regresar, las puertas del programa estarían abiertas para él. Pues bien, eso fue lo que sucedió no mucho tiempo después, de modo que tuvo fácil acomodo en el entorno del Chavo, interpretando magistralmente al profesor Jirafales, el riguroso maestro de escuela que sufre por las travesuras de los niños, pero que siempre termina soportándolas con la bondad y el estoicismo que caracterizaba a aquellos auténticos apóstoles de la docencia. Su máximo enojo terminaba con la exclamación que se hizo famosa: “¡Ta ta ta ta ta!” El Profesor Jirafales y Doña Florinda estaban mutuamente enamorados y mantenían un romance chapado a la antigua que inundaba de miel las pantallas de los televisores.
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Dos años antes había tenido la suerte de contar con Ramón Valdés como compañero de actuación, en una película que se llamaba El cuerpazo del delito, conformada por tres episodios independientes entre sí. Ramón y yo trabajamos en uno que estaba encabezado por Mauricio Garcés, Angélica María y Pepe Gálvez, y me la pasé de maravilla durante el rodaje. Por un lado, el trío de estrellas desparramaba simpatía, calidad histriónica y algo que no se ve con demasiada frecuencia: compañerismo, ausencia total del “estrellismo” de que suelen hacer gala los actores consagrados. Y, por otro lado, ahí fue donde tuve la oportunidad de evaluar la gracia sin igual de Ramón Valdés. Ese fue, por tanto, el antecedente que me llevó a seleccionarlo para conformar el elenco de mi programa. Y fue él quien interpretó a Ron Damón (Don Ramón) uno de los más agraciados personajes que rodeaban al Chavo. Hacía el papel de uno de esos tipos que ocultan sus múltiples insuficiencias tras una mampara de arrolladora simpatía. Era holgazán, inculto, comodino, etcétera, pero poseedor de esa gracia natural que identifica al pícaro, y de ese ingenio que invariablemente lo ayudaba a salir del peor de los atolladeros. Por ejemplo: jamás pagaba la renta de la vivienda que ocupaba en la modesta vecindad, al lado de su hija, la Chilindrina.
Del libro: "Fue sin querer queriendo" (Roberto Gómez Bolaños, 2007, Editorial Aguilar)
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